miércoles, 28 de enero de 2009

El yuntero


El otro día me contaron una historia, la historia de un hombre para mí ejemplar.

Érase un chaval de principios del siglo XX , que como otros muchos que vivían en un pueblo, era analfabeto, y como antes la vida no era fácil, la gente tenia que dejar la escuela o ni siquiera iban porque en casa era necesario su trabajo.

Este chico trabajaba en una zapatería en un pueblo de Extremadura. Su necesidad de saber era tan grande y su visión del mundo tan amplia, que se compro un Quijote y una cartilla, y a cada cliente que sabía leer le pedía que le leyera un trocito del libro. Por las noches, copiaba lo que le habían leído y que él había memorizado.

Así aprendió a leer y a escribir. Hizo el bachillerato nocturno asistiendo a clase cuando podía, y ya casado y con hijos, de oyente (ni siquiera se podía matricular) consiguió un título de grado medio. Hubiera seguido estudiando una carrera de grado superior, pero la guerra se lo impidió.

Que cada uno saque sus propias conclusiones de esta pequeña historia de un niño que de yuntero llegó a ser poeta.



Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.

Le veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
o declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.

Miguel Hernández


Sí, y ¿quién nos salvara a nosotros, Miguel?

viernes, 23 de enero de 2009

La trinchera


El otro día estaba cavando con pala y azada, intentando descubrir un manantial que aparentemente se había secado. 

Mientras realizaba esta penosa labor y para infundirme ánimos, empecé a pensar en los hombres que a principios del siglo pasado habían hecho lo mismo en Verdun o en Champagne.

En ese momento, mientras cavaba mi trinchera, me sentí muy solo. En estas circunstancias empecé a pensar para qué le podría servir una trinchera a un hombre que estaba solo, salvo para esconderse de sí mismo. 

Entonces cambié mi pensamiento por la imagen del fornido negro, compañero carcelario de Woody Allen en “Toma el dinero y corre”, que cantaba –Voy con mi novia, voy al Mississippi- y daba un golpe ¡zas! -en este caso con un tremendo mazo- una y otra vez. Así que me puse a canturrear esa canción, sintiéndome como un esclavo en una plantación de Georgia.

Pensando en la guerra, la soledad y la esclavitud, conseguí terminar mi trabajo.

Los caminos de la motivación son inescrutables.